Ludwig Wittgenstein

Ludwig WittgensWittgensteintein nació en Viena, Austria, en 1889. Fue uno de los filósofos que más influyeron en el pensamiento del siglo XX, contribuyendo muy directamente al desarrollo de la llamada filosofía analítica, corriente filosófica que pone el énfasis en la lógica matemática, el análisis del lenguaje y la consideración por las ciencias naturales.

Aunque procedía de una familia muy rica de Viena, Austria (su padre era un magnate del acero), Wittgenstein no tuvo una juventud precisamente dichosa. Era el octavo de ocho hermanos y tres de sus hermanos mayores varones se suicidaron por problemas emocionales. Él mismo sufría de frecuentes depresiones llevándole a menudo a aborrecerse a sí mismo y a ver el suicidio también como una liberación. La relación con su padre, de personalidad autoritaria, fue realmente tormentosa. Sus biógrafos suelen decir que pasó su existencia viviendo casi al borde de la locura.

Wittgenstein sintió muy pronto interés por los fundamentos de las matemáticas y eso le llevó a contactar con la obras de Bertrand Russell y Gottlob Frege, fundador de la lógica moderna. Como resultado de ello y de la colaboración con Bertrand Russell, llegó a surgir una de las grandes obras de Wittgenstein y la única publicada en vida, su Tractatus Logico-philosophicus (1921). La idea general de esta obra radica en la afirmación de Russell de que «el estudio de la gramática es capaz de arrojar mucha más luz sobre los problemas filosóficos de lo que en general suponen los filósofos». Esa gramática relacionada con la lógica era la formulada ya por Russell en su anterior obra Principia Matemática. Wittgenstein llegó al supuesto metafísico de que la estructura del mundo venía a corresponderse con la estructura de la gramática lógica. Su Tractatus podría resumirse en la idea de que «los límites de mi lenguaje constituyen los límites de mi mundo». Es decir, que toda proposición gramatical con sentido corresponde a la figura de un hecho concreto.

Con su Tractatus, Wittgenstein pretendía, según él mismo reconoce, dar una solución definitiva a todos los problemas de la filosofía. Sin embargo, en una obra posterior suya, Investigaciones filosóficas, llegó a retractarse de muchas de las conclusiones a las que había llegado. De hecho, tuvo una evolución tal en su pensamiento que hizo que quienes le han estudiado en profundidad lleguen a dividir su obra en dos partes: una como la del «primer Wittgenstein» y otra como la del «segundo Wittgenstein». Incluso, en una obra reflexiva escrita por él poco antes de su muerte intitulada Sobre la certeza, Wittgenstein dice a los filósofos que intentan fundamentar el conocimiento en proposiciones absolutamente ciertas, que éstas son solo normas en el sistema de creencias que forman nuestra forma de vida, pero que no expresan, como ellos erróneamente creen, profundas verdades metafísicas.

Por otro lado, una de las experiencias que más profundamente marcaron su vida fue su participación en la Gran Guerra (1914-1918). El trato con sus compañeros de armas así como las duras experiencias por las que pasó durante la contienda, muy probablemente fueron la causa por la que se sumergiera en la lectura detenida de los escritos de León Tolstói y los evangelios. Cuando siendo ya algo mayor se enteró de que padecía cáncer (1949) se negó a recibir tratamiento médico durante los dos últimos años de su vida. Poco antes de morir y mientras estaba convaleciente al lado de una discípula suya, Elisabeth Anscombe, en Cambridge, Inglaterra, en 1951, oyó que algunos amigos íntimos estaban viajando desde distintos lugares para acompañarle en sus últimos momentos. Se dice que entonces sus últimas palabras fueron: «diles que la vida ha sido maravillosa». Como dijo uno de sus amigos más cercanos, resultaba cuando menos sorprendente que alguien que había tenido una juventud tan difícil, una vida tan infeliz y en medio de tan terrible enfermedad dijera que la vida había sido maravillosa.

Ludwig Wittgenstein nació con una mente privilegiada que le llevó a «ver» aspectos del lenguaje y de la lógica que los demás simplemente no podían ver. En cierta ocasión Bertrand Russel escribió sobre él:

Bertrand Russell
Bertrand Russell

«Muy al principio dudaba entre si Wittgenstein era un hombre genial o un chiflado, pero no tardé en decidirme por lo primero. Algunos de sus primeros puntos de vista hicieron difícil la decisión. En una ocasión mantuvo, por ejemplo, que todas las proposiciones existenciales carecen de significado. Esto sucedió en un aula, y le invité a considerar la proposición ‘En este momento no hay hipopótamos en esta habitación.’ Cuando rehusó creerlo miré debajo de todos los pupitres sin encontrar ninguno, pero siguió sin convencerse».

«Wittgenstein era un genio tal como se concibe tradicionalmente: apasionado, profundo, intenso y dominador. Poseía una cierta pureza que nunca he vuelto a encontrar en esa medida… Todos los días me visitaba a medianoche, y durante tres horas, sumido en un excitado silencio, se movía de un lado para otro por mi habitación cual animal salvaje. Una vez le dije: ‘¿Está usted meditando sobre la lógica o sobre sus pecados?», y me respondió: ‘Sobre las dos cosas'».

– Citado en la introducción de Luis M. Valdés Vallanueva a Tractatus Logicophilosophicus, Tecnos, tercera edición 2007.

Algo de su pensamiento

Lo que sigue son solo algunos comentarios escogidos relacionados con su pensamiento. Ilustrarían cómo con su pensar, el ser humano no hace más que intentar entender el sentido de su existencia:

«El filósofo trata una pregunta como una enfermedad».

«Siempre es mejor en filosofía plantear una cuestión en lugar de dar una respuesta. Pues una respuesta a una cuestión filosófica fácilmente puede resultar incorrecta; no así su liquidación mediante otra pregunta».

«¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de que yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna, ¿no es tan enigmática como la presente?»

«Sé que este mundo existe. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no radica en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad penetra el mundo. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y conectar con ello la comparación de Dios con un padre. Pensar en el sentido de la vida es orar».

«Sentimos que aun cuando todas las cuestiones científicas posibles hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales no se han tocado aún de modo alguno. El impulso hacia lo místico proviene de que la ciencia no satisface nuestros deseos… el sentido del mundo tiene que residir fuera de él. Al sentido del mundo lo podemos llamar Dios… Creer en un Dios significa comprender la pregunta por el sentido de la vida».

Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Tractatus y Diarios. Citado por Mariano Álvarez Gómez en «El problema de Dios en Wittgenstein y Heidegger«, Revista de Occidente, noviembre 2002.

«Naturalmente podría asombrarme de que el mundo que me rodea sea como es. Si mientras miro el cielo azul yo tuviera esta experiencia, podría asombrarme de que el cielo fuera azul y que, por el contrario, no esté nublado. Pero no es a esto a lo que ahora me refiero. Me asombro del cielo sea cual sea su apariencia… no cómo sea el mundo es lo místico sino que sea«.

– Carlos Gómez, «La aventura de la moralidad«, 281, Alianza, 2007.

Mi vida ha perdido realmente todo sentido y no consta más que de episodios insignificantes. Los que están en torno a mí no lo advierten, ni tampoco lo comprenderían; pero yo sé que me falta algo fundamental”.

– Ludwig Wittgenstein (1889-1951), “El problema del lenguaje religioso”, Cristiandad, Madrid 1976, 183.

Sobre ética:

«La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría».

– Conferencia sobre ética leída por Ludwig Wittgenstein en enero de 1930, Ediciones Paidós, 1989, pp.33-43.

Esteban López

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