Jesús de Nazaret y el nacionalismo

Sólo es normal que uno ame el lugar donde ha nacido, sus costumbres y cultura. Los seres humanos amamos nuestras raíces y, a menudo, el intercambio cultural entre distintos pueblos ha supuesto un enriquecimiento espiritual para todos. Sin embargo, otra cosa bien distinta es que el concepto de «nación» se convierta en una «inflamación», en una «fiebre» o en un arma arrojadiza contra otros sembrando así la animadversión y el enfrentamiento. Y es que la historia humana muestra cuánto dolor se ha causado debido al nacionalismo. Ochenta millones de muertos violentamente en dos horrorosas guerras mundiales ilustran muy bien eso. Como escribió el escritor Stefan Zweig, (1881-1942), en el prefacio de su obra “El mundo de ayer»,

Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea“.

No es de extrañar tampoco que Jorge Luis Borges dijera así mismo que “el nacionalismo es el canalla principal de todos los males. Divide a la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana».

El teólogo Karl Barth (1886-1968) dijo que «cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos«. Y sin duda hace tiempo que la nación se convirtió en un ídolo que exigió la muerte y el sacrificio de millones de personas en todo el mundo. Como lo expresa Juan Antonio Estrada, filósofo y teólogo español,

«Mucha gente que perdió la fe en Dios, la sustituyó por la patria. La cual exigió tantos sacrificios humanos en el siglo XX como las religiones en las peores épocas de la historia. El carácter sustitutivo del nacionalismo respecto de la religión explica la sacralización de la nación y del Estado que la representa. Frecuentemente se da un traspaso de los valores religiosos a los nacionales, fusionando el imaginario religioso con el patriótico. El clero ha sido siempre muy propicio a esa fusión de ideales, la mayoría de las veces con preponderancia de lo político sobre lo religioso.

«La sacralización de la religión es la otra cara de la sacralización de la política. Ambas confluyen en el Estado confesional y en la religión del Estado. También puede sacralizarse el Estado laico, que se convierte en una instancia absoluta, en una divinidad secular, que decide sobre las personas».

«Pero el nacionalismo y el catolicismo son en sí mismos contradictorios. El cristianismo se definió como el «tercer pueblo», formado por judíos y paganos, pasando de la religión de un pueblo a la universal de todos«.

– Juan Antonio Estrada, filósofo y teólogo español, «¿Qué decimos cuando hablamos de Dios? La fe en una cultura escéptica«, Trotta, 2015.

En téminos parecidos se expresa también Félix de Azúa (Barcelona, 1944), escritor español y miembro de la Real Academia Española,

«Una vez eliminada la creencia en Dios, el núcleo estalla, se produce una metástasis y empezamos a creer en dos mil cosas. Basta ir a un partido del Barça para darse cuenta de que estamos asistiendo a una ceremonia religiosa de principio a fin y que los apasionados seguidores que gritan, lloran y ondean sus banderas son exactamente igual que los chiíes que se fustigan en las procesiones. Pura religión. Desaparece la religión oficial y aparecen cinco mil subterráneas«.

El espíritu de Jesús de Nazaret: un contraste refrescante

Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) había escrito que «no se puede ser al mismo tiempo cristiano y nacionalista”. Y no le faltaba razón. Porque desde la venida de Cristo Jesús, ya no sería sólo un pueblo, Israel, el que representase a Dios. Como indica Hechos 15:14 (TLA), «Dios, desde un principio, trató bien a los que no son judíos, y los eligió para que también formaran parte de su pueblo«. Ahora todo ser humano que pusiera fe en el Mesías de Dios podría ser parte de su pueblo. Habían aprendido de él expresiones como, «haced a los demás lo que os gustaría que os hicieran a vosotros» (Mat. 7:12), y «un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:34, 35). Como escribe Juan Ramón Capella (1939), profesor de filosofía política y social de la Universidad de Barcelona, en su libro Fruta Prohibida, (Trotta, 1997),

Esta doctrina, que sus discípulos entendieron oscuramente, ponía el énfasis no ya en los ritos externos de la religión judaica, sino en un cambio fundamental en las relaciones entre las personas: éstas debían pasar a basarse en el desprendimiento y en la generosidad, en la rectitud de conducta con los demás y no en la estrechez del legalismo. Señalaba sabiamente que se conoce a los seres humanos no por sus afirmaciones sino por sus acciones. Negaba que hubiera un pueblo particularmente elegido. Afirmaba la igualdad de todos -incluido él mismo- como hijos de la divinidad. Pretendía la paz y la fraternidad. Fundamentaba una moral de la comprensión del otro”.

¿Pero cómo podría eso conciliarse con la descarnada lucha política, el nacionalismo o la guerra? Historiadores reconocen que quien se hacía cristiano dejaba las armas. Su nación o reino era ahora de índole espiritual y esto hacía hermanos a los hombres. El hecho de que muy a menudo la religión organizada no haya sabido representar bien eso, no es razón para identificar con claridad el efecto benefactor de las enseñanzas de Cristo Jesús. Por eso entristece sobremanera ver banderas nacionalistas colgadas en las iglesias o curas «bendiciendo» ejércitos, cuando el Nazareno había afirmado que «mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos pelearían para protegerme de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Juan 18:36). Como escribió ya en su día León Tolstói (1828-1910) ,

«Hay personas -cientos de miles de cuáqueros, menonitas, nuestros dujobori y molocanes, y otras personas que no pertenecen a ninguna secta determinada- que consideran que la violencia (y por tanto el servicio militar) es incompatible con el cristianismo, y por ello cada año en Rusia hay hombres que son llamados a filas que se niegan a realizar el servicio militar debido a sus convicciones religiosas… conozco el caso de un hombre que se negó a realizar el servicio militar en Moscú en 1884, y a los dos meses de su negativa, se abrió un expediente voluminoso… Normalmente envían al rebelde a que visite un sacerdote, el cual, siempre -y para su vergüenza-, trata de hacerle cambiar de parecer».– León Tolstoi, El reino de Dios está en vosotros, Kairós, 2009.

Se anima también en las Escrituras a «ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y honrándose mutuamente» (Rom. 12:10). ¿Cómo puede esto conciliarse con el espíritu de insultos y falta de respeto que a menudo puede observarse en los parlamentos democráticos o en las redes sociales? La respuesta es sencilla: es la llamada «lucha política» sujeta a distintos intereses de poder lo que prima, no el espíritu razonable y conciliador de las enseñanzas de Jesús. Aunque se afirme que el cristianismo sigue siendo una de las columnas de occidente, la verdad es que se le tiene poco en cuenta. El resultado a menudo es un triste espectáculo que descorazona absolutamente. De ahí, el hartazgo y desilusión de tantas personas para con la lucha depredadora de política.

Y es que el problema viene cuando no se toman en serio las enseñanzas del Evangelio. Los dichos de Jesús no son lo que mueve de verdad el corazón de la mayoría de los hombres. Son otros los intereses. Por eso la Navidad se ha convertido en una celebración secular más. No se entiende como una oportunidad para reflexionar en la esperanza puesta delante de los hombres gracias a la luz obsequiada por Dios a través de Cristo Jesús. Como escribió Thomas Merton, «no podemos llevar la esperanza y la redención a otros, a menos que nosotros mismos estemos llenos de la luz de Cristo y de su espíritu».

También es interesante notar al leer los evangelios, que Jesús no participara ni formara parte de alguna de las sectas judías de su día, como los fariseos, los saduceos, los esenios, etc. Tampoco formó parte de los judíos nacionalistas zelotes que reivindicaban constantemente la independencia de Roma. Él siempre hacía referencia al «reino de Dios y su justicia» y lo mostraba con hechos: «los ciegos ven, los mudos hablan, los enfermos se curan» (Mat. 11:15). Y era escéptico con respecto a los gobiernos de este mundo afirmando incluso que quien los dirigía no era Dios sino en realidad «el gobernante de este mundo», el Diablo (Juan 14:30; 16:11).

Se afirma también en el Evangelio que «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (1 Tim. 2:3-5, LBLA). Si esto es así, qué sentido tiene la lucha, el desprecio o el odio de unos hombres para con otros si el deseo de Dios es que «todos los hombres sean salvos«? Cristo Jesús había dicho, «uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sóis hermanos» (Mat. 23:8).

Y es que a partir de ahora, quienes habían puesto su confianza de Dios a través de Cristo, ya no se identificaban tanto con una nación específica sino con un tipo de ciudadanía muy superior en sentido espiritual. Por ejemplo, tratando sobre personas de fe en el pasado, Hebreos 11:13-16 dice,

«Todas las personas que hemos mencionado murieron sin recibir las cosas que Dios les había prometido. Pero como ellos confiaban en Dios, las vieron desde lejos y se alegraron, pues sabían que en este mundo ellos estaban de paso, como los extranjeros. Queda claro, entonces, que quienes reconocen esto todavía buscan un país propio, y que no están pensando en volver al país de donde salieron, pues de otra manera hubieran regresado allá. Lo que desean es tener un país mejor en el cielo. Por eso Dios les ha preparado una ciudad, y no tiene vergüenza de que le llamen su Dios«.

Esteban López

2 respuestas a “Jesús de Nazaret y el nacionalismo

Add yours

Comentar...

Blog de WordPress.com.

Subir ↑