En torno a John Barry

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Amamos la vida profundamente. Muy mal tiene que estar una persona para desear sinceramente morir. Aunque la verdad es que si somos sinceros, ese ha sido el sentir de muchas personas cuando por sus circunstancias personales se han visto inmersas en un gran sufrimiento que las ha llevado muy a menudo a la desesperación.

La vida es una experiencia impresionante, agridulce si se quiere, pero sin duda una aventura sin igual, una invitación a sentirla en sus mil y una aristas e infinidad de colores y percepciones que de un modo u otro nos aproxima a un misterio inconmesurable. Una experiencia incluso que no deja indiferente a nadie, como fue el caso de Severo Ochoa (1905-1993) quien ya con avanzada edad expresó con perplejidad, «siento mucho irme de este mundo sin saber exactamente dónde he estado«.

Tampoco es muy larga la vida humana si se la compara con la de algunos animales. Algunas tortugas por ejemplo, pueden vivir hasta doscientos años, como es el caso de la carpa Koi. Algunas almejas 500 años. Y los árboles Secoya de California hasta 3000 años. Resulta cuanto menos chocante que el hombre, con toda su capacidad para crear y sentir, viva sólo los pocos años que vive. Es como una mota en el cosmos, como hierba verde que, sin que pase mucho tiempo, pronto se marchita. Sin embargo con su mente es como si fuera capaz de abarcarlo absolutamente todo, hasta el infinito.

Pero hay que reconocer además, que no todas las vidas humanas pueden realizarse como quizá desearían. Y es que siempre hay factores externos que la condicionan de un modo u otro: herencia genética, ambiente donde se ha crecido, el factor suerte, etc. Luego podrán hacer también su parte la fuerza de voluntad, el carácter o las distintas virtudes que hagan que al final se pueda tener el sentimiento pleno de haber tenido una vida enriquecedora y sentir que ha merecido realmente la pena haberla vivido.

Por otro lado, son quizá pocas las personas que pueden dedicar su vida a causas que las llenan plenamente. La inmensa mayoría desempeña trabajos o labores por simple necesidad, como suele decirse coloquialmente, «por razones alimenticias«, y son muchas las que manifiestan por ello sincera insatisfacción.

No suele ser así en el caso de quienes, por ejemplo, han dedicado su vida a las diferentes artes que existen. Por ejemplo la música. Quizá será porque la música aporta valores y emociones que eleva y engrandece sobremanera el espíritu humano, o quizá sea porque es un bálsamo especial que arrincona y destierra lo vil y apuesta con sus mejores impulsos, por lo más bello y excelso que hay en el ser humano.

Ese quizá pudo ser el sentir del compositor británico John Barry, (York, Yorkshire, Gran Bretaña, 3/3/1933-30/1/2011). Tomo este ejemplo como podría haber elegido el de cualquier otra persona que hubiera podido realizarse plenamente en cualquier otro campo o arte.

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Aunque la biografía personal de Barry puede encontrarse en varios portales de Internet, es interesante observar su evolución personal y artística. Siempre deseó trabajar para sí mismo, «quiero ser mi propio jefe«, solía decir. Comenzó como músico de Jazz pero su talento innovador en el uso de instrumentos de viento y metal así como de sintetizadores, hizo que a lo largo de su carrera consiguiera cinco premios Oscar por sus bandas sonoras para los filmes Memorias de ÁfricaBailando con lobosEl león en invierno y Nacida libre (mejor canción y mejor banda sonora), además de otras muchas melodías cinematográficas muy apreciadas y conocidas por el gran público en todo el mundo gracias al cine y series de televisión.

Toda una vida de grandes éxitos y reconocimientos debido a la gran belleza de tantas de sus obras. Sin embargo, en cierta ocasión tuvo una experiencia personal que marcó profundamente su vida. Se dice que después de la ingestión de cierto líquido nocivo que casi le cuesta la vida, en cierto modo dejó de ser la misma persona. Tanto le afectó que empezó a rechazar proyectos musicales que para él ‘no significaban nada’ y comenzó a dirigir su atención a componer proyectos de trascendencia sentimental o psicológica y de calidad, sin importarle su presupuesto o nacionalidad. Sobre eso una biografía dice de John Barry:

«La desafortunada ingestión de una sustancia dañina le produce serios problemas de salud, siendo intervenido en varias ocasiones. A punto estuvo de costarle la vida este desgraciado asunto. Sin duda, la salud del maestro no es la misma desde entonces. Milagrosamente el compositor se recupera y regresa al trabajo de la única forma que él sabe: creando una obra maestra. «Bailando con Lobos» es el resurgir de Barry de su crisis personal, un verdadero hito que dedica a los doctores que le salvaron la vida». http://www.galeon.com/

Una vez más se observa el deseo del ser humano por realizarse plenamente renunciando a obras «que no dicen nada» y apostando radicalmente por lo «psicológicamente trascendente«. Barry vio en aquel momento de su vida a la muerte bien de cerca. Eso cambió por completo su perspectiva de las cosas llegando a aferrarse más que nunca a la existencia. De modo que apostó por lo «trascendente» lo que realmente llenaba a plenitud su alma.  Una vez más se impone lo mejor del espíritu humano, ese misterio insondable que anhela con todas sus fuerzas el todo, hasta a la misma eternidad. Como tiempo antes tan bien lo había expresado Henry David Thoreau,

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

Cuando finalmente John Barry murió de un ataque cardíaco, el 30 de enero de 2011 a la edad de 77 años, un familiar cercano escribió sobre su pasión y sentir:

«Amaba realmente componer música, tanto como la gente disfrutaba al escucharla… se consideraba tanto un dramaturgo como un compositor, y su música está inextricablemente unida a las historias que se cuentan en la pantalla«.

La experiencia de Barry y otras parecidas muestran que a menudo damos la vida por sentado, como si nos perteneciera para siempre, sin caer en la cuenta de que en realidad es un verdadero regalo que no dura demasiado. Sabernos mortales activa en nosotros mecanismos psicológicos que simplemente se rebelan, que no pueden comprender que a uno le den un caramelo y que al final se lo quiten. ¿Qué significa realmente eso? ¿Por qué esa sed de eternidad, de trascendencia, de no resignarse para siempre a desaparecer? ¿Por qué la sed si no existe el agua? ¿No será ese intenso sentir señal de que en realidad hay mucho más? No somos como el ganado. Anhelamos mucho más. ¿No será eso una sutil indicación de que hay razón para la esperanza, la misma que contempló seriamente Jesús de Nazaret? Es como lo expresó el sabio que hace mucho tiempo escribió el libro de Eclesiastés (3:11, NBV),

«Dios ha plantado la eternidad en el corazón de todo hombre y mujer«.

Esteban López

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Véase también La música, ese excelso misterio

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