«¿Cómo será la Iglesia en el año 2062? Justifico la pregunta: por diversas circunstancias llevo ya un par de meses dedicándome a repasar el acontecimiento que fue el Concilio Vaticano II, del que el próximo octubre se conmemorará el cincuentenario de su inicio. De esta dedicación quizá el aspecto que me está despertando mayor interés es el constatar las muy diversas expectativas que suscitó. Se mezclan las expectativas nulas de quienes nada esperaron, las quizá mayoritarias de quienes optaron por esperar unos resultados positivos pero moderados, y las más utópicas de quienes no descartaban la realización de sus sueños (y no excluiría a Juan XXIII de este tercer grupo).
«El gran liturgista vasco y excelente persona Ignacio Oñatibia decía que «hay muy pocas cosas que no sean reformables. No hay que cerrar la puerta a ninguna reforma que la evolución de la vida de la Iglesia pueda hacer necesaria en el futuro». Conclusión: «La reforma apenas ha iniciado su andadura y sigue siendo un proyecto de futuro».
«Por eso uno puede jugar a imaginar cómo este proyecto de futuro puede concretarse en el 2062. Empezando por la realización del sueño de Juan XXIII cuando «como flor de la primavera inesperada» convocó el Vaticano II: la unión de todas las iglesias cristianas. Se consiguió porque poco a poco fue triunfando el camino que él había señalado: «No vamos a hacer un proceso de responsabilidades. Solamente diremos: reunámonos. Acabemos con las disensiones». De hecho se trató más de una confederación que de una unión.
«Cada iglesia conserva sus características, su identidad propia. O mejor dicho: se fue produciendo una ósmosis (influencia mutua) entre las diversas tradiciones y talantes hasta llegar el momento en que quedó claro que era más lo que unía que lo que separaba. Quizá las diferencias se daban más dentro de cada Iglesia que no entre una y otra. Se había vuelto a la tradición primitiva en que lo jurídico apenas contaba. Ya no se concebía la autoridad como un poder de gobierno sino como un ministerio de servicio (según Mateo 20:25). Por eso el obispo de Roma dejó de ser tratado como Papa sino como primus inter pares, como Pedro entre los apóstoles, signo más que jefe. Y volviendo a siglos atrás, desapareció la curia romana ya que bastaba que aquí y allá, como Ong al servicio de todas las Iglesias, fueran surgiendo organismos más sencillos sin mando en plaza sino coordinando lo que las bases necesitaban. Unas bases en las que había desaparecido la discriminación respecto la mujer. Y se imponía como única ley el Evangelio».
– Joaquim Gomis, licenciado en teología y miembro fundador de la revista El Ciervo, de julio-agosto 2012.
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