Maximiliano María Kolbe

KolbeMaximiliano María Kolbe nació el 7 de enero de 1894 en Zdunska Wola, Polonia. La historia de su vida hubiera pasado inadvertida si no hubiera sido por un acto lleno de valor que llegó a ser la culminación de su fe radical en Dios, y que mantuvo durante toda su vida.

Cuando joven, Maximiliano fue un buen estudiante y siempre resaltó en matemáticas y física. Sin embargo, a la edad de 16 años tomó la decisión de ingresar como novicio en un convento franciscano. Desde 1912 a 1915, estudió filosofía en el Colegio Jesuita Gregoriano de Roma y más tarde, desde 1915 a 1919, estudió teología en el Colegio Sefarico en Roma.

Al acabar sus estudios, Maximiliano regresó a Polonia para enseñar historia en el seminario de Cracovia. Más tarde, sin embargo, sintió el deseo de servir como misionero y durante algunos años trabajó en Japón y la India, pero su mala salud le obligó a dejar su actividad y regresar a Polonia en 1936. Para 1939, su comunidad religiosa llegó a ser de 800 personas; eran completamente autosuficientes, incluso en instalaciones médicas y, como comunidad, era también la más grande de su día.

Después de la invasión nazi de Polonia el 19 de septiembre de 1939, Maximiliano fue arrestado junto a otros amigos y colaboradores, pero más tarde fue puesto en libertad. Sin embargo, en mayo de 1941 fue de nuevo arrestado y transferido al campo de concentración nazi de Auschwitz debido a que él y sus amigos habían tenido hospedados a 3.000 polacos refugiados (dos terceras partes de ellos judíos), y habían estado trabajando en una publicación que era considerada ahora como anti-nazi.

En Auschwitz, su pacífica dedicación a otros y a la fe, hizo que le asignaran los peores trabajos y que fuera golpeado más que a ningún otro. En cierta ocasión recibió tantos golpes y fue flagelado de tal modo que lo dejaron por muerto.

En julio de 1941 hubo una evasión del campo de concentración. Las normas del campo, que requerían que los prisioneros fueran guardianes unos de otros, impusieron que se ejecutara a diez hombres como castigo por cada prisionero que se había escapado. Francis Gajowniczek, un hombre casado y con hijos pequeños estaba entre los seleccionados para morir. Aterrorizado, empezó a gritar: «¡qué será de mi familia, de mi pobre esposa y de mis pobres hijos!» Es fácil imaginar la escena terrible. Pero sin que nadie lo espere, Maximiliano levanta la mano y hace una señal a los guardias. Entonces,  el oficial le dijo: «¿Qué es lo que quiere ahora este cerdo polaco?» Maximiliano le dijo: «soy sacerdote católico y quiero ocupar su lugar. Yo ya soy viejo, pero él tiene mujer e hijos«. El comandante se queda sin habla, pero después de unos momentos de incertidumbre, accede. Maximiliano ofrecía algo hasta sus últimas consecuencias: su vida al servicio de los demás. Murió el 14 de agosto de 1941 en Auschwitz, por una inyección letal de ácido carbónico después de tres semanas de inanición y deshidratación; su cuerpo fue quemado y sus cenizas fueron esparcidas. Había brillado una luz en medio de la más terrible oscuridad.

Cuando uno medita en su experiencia personal, en su confianza radical y en su valentía, no puede evitar sentirse muy pequeño y preguntarse si alguna vez sería capaz de hacer algo parecido, sobre todo cuando se vive en un mundo en el que el relativismo impera y en el que parece que faltan verdaderas causas por las que dar la vida. En deporte se podría decir que ‘puso el listón muy alto”. En realidad, lo puso tan alto como Jesús de Nazaret, que un día dijo: “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado. Nadie tiene un amor mayor que éste: que uno dé su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando». –Juan 15:12-14, La Biblia de las Américas.

Parece que a lo largo del tiempo, Jesús de Nazareth se ha ido encontrando con los que son suyos, con sus amigos, y en un mundo oscuro y tenebroso, Maximiliano probó ser uno de ellos.

Esteban López

«Todo aquello que está fuera de Dios, puesto que es de Dios y bajo todos los aspectos enteramente de Dios, lleva sobre sí y en sí la semejanza del Creador, y no hay nada en la criatura que no posea esta semejanza, ya que todo es el efecto de la causa primera.»

Maximiliano María Kolbe

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