Isabel Solá Matas había nacido en Barcelona el 24 de mayo de 1965 en el seno de una familia muy querida y hospitalaria de la pequeña población de Cabrera de Mar, España. Tenía seis hermanos y estudió en uno de los colegios más privilegiados de Barcelona, el Colegio Jesús-María, en el Paseo de Sant Gervasi. Isabel estudiaría además magisterio y enfermería.
Tenía Isabel 18 años cuando notificó a sus padres su deseo de ser misionera. Sus padres por entonces le pidieron que esperara por lo menos un año y que lo pensara. Pasó un año pero ella seguía igual. En su corazón Isabel ya había decidido dejar una vida cómoda en Barcelona para dedicarse a los más pobres y necesitados. Pero, ¿qué es lo que puede impulsar a alguien a tomar una decisión como esa?
Su primer destino fue Guinea Ecuatorial donde pasó catorce años como cooperante en desarrollo de aquel país. Un destino no demasiado fácil, donde llegó a tener incluso algunos problemas con las autoridades de allí debido a la injusticia social que ella percibía. Estaría trabajando en aquel país hasta el año 2008, cuando cambia de destino pero con el mismo deseo de ayudar: Haití, uno de los países más pobres del mundo.
Isa llevaba algún tiempo en Haití, impartiendo clases en una escuela de la capital Puerto Príncipe, cuando el doce de enero de 2010 tuvo lugar uno de los terremotos más destructivos de la zona desde 1770, y uno de los más graves de la historia: 7,3 en la Escala de Richter. En el seísmo fallecieron 316.000 personas, 350.000 más quedaron heridas, y más de 1,5 millones de personas se quedaron sin hogar.
En su blog, Isa explicaba lo sucedido:
«El terremoto me pilló en casa, en la sala de comunidad, con una religiosa a la que doy clase de español y con Gardine, la postulante. El temblor fue horrible, no nos manteníamos de pie, salimos como pudimos fuera y nos tiramos al suelo… El ruido era estremecedor… Oímos un gran estruendo y una nube de polvo y casquetes cayó sobre nosotras… No sé cuanto duró, yo diría que unos 20 segundos o más. Cuando paró, nos vimos cubiertas de polvo blanco… Yo me di cuenta que la escuela Secundaria de al lado de casa se había caído y se oían gritos y gemidos y… He trabajado en el Hospital cinco días interminables… Todos, todos, todos, con piernas y brazos amputados, cabezas abiertas, desangrados… Hemos perdido a muchos sin poder hacer nada. Mi lucha estaba entre llorar o seguir aguantando para soportar el dolor de tanta gente… Nos llegaban a treintenas en camillas. Indescriptible».
Isa supo lo que es dormir en la calle con la gente durante semanas y lo que es pasar hambre de verdad. Dijo incluso que ahora podía entender muy bien a la gente que pasa hambre y que cuando eso pasa, ‘la gente es capaz de hacer cualquier cosa‘.
Semejante experiencia la marcó profundamente; decía ella que ya no podía ver la vida, el sufrimiento y la fe de la misma manera. «Pensareis que cómo puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios”, decía Isa hace algunos años.
Y no se amilanó. Después del terremoto había tantos tullidos que Isa puso en marcha un centro de amputados porque, decía, «en Haití, un amputado no vale nada y lo que más necesitan es volver a ser útiles en su comunidad y rehacer sus vidas«. Toda su pasión más que nunca era ayudar, a los más desfavorecidos. De hecho su inquietud no tenía fin, porque comentaba que también quería ir a Siria o a Lesbos para ayudar a los refugiados de allí. Su corazón enorme latía hasta los confines de la tierra con un solo deseo: calmar el dolor de la humanidad que de tantas formas sufría.
Y así de activa y preocupada la encontraron unos desconocidos que le quisieron robar el bolso en uno de los barrios más pobres de Puerto Príncipe. Y unos disparos malditos acabaron allí con su bella vida. Era el 2 de septiembre de 2016. Solo tenía 51 años.
Mientras vivió, Isa sentía que vivía una vida plena porque ayudar a los más necesitados era lo que más la llenaba y satisfacía. Como ella misma decía, ellos eran «mi lugar de encuentro con Dios». Conocía muy bien aquellas palabras del Evangelio:
«Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí». Entonces los justos le responderán, diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, o sediento, y te dimos de beber? “¿Y cuándo te vimos como forastero, y te recibimos, o desnudo, y te vestimos? “¿Y cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?” Respondiendo el Rey, les dirá: “En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis«. – Mateo 25:35-40, LBLA.
Y también:
«La religión pura y sin mácula delante de nuestro Dios y Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y guardarse sin mancha del mundo«. – Santiago 1:27, LBLA.
Isa había entendido muy bien el sentido del Evangelio, su importancia, y lo hizo suyo hasta lo más profundo de su corazón. Sentía que vivirlo de verdad era actuar a favor de los más pobres y necesitados. Para ella el Evangelio no era simplemente un conjunto de palabras bonitas, simple teoría. Eligió más bien imitar a su Maestro, Cristo Jesús, con plena confianza radical porque no solo sabía que «a los pobres los tendréis siempre con vosotros«, sino que como él hizo, los ayudó siempre con su mano tendida.
Parece como si personas así, como si los misioneros fueran de una pasta especial, porque al igual que los más iluminados místicos, son capaces de ver a Dios en los más pobres, como si tuvieran doble porción del Espíritu de Dios, como si fueran luces a veces en medio de la más profunda oscuridad. Es como si también fueran ‘superhombres‘, pero sin ningún orgullo. Isa era una de ellos, una mujer fuerte y determinada como nadie a seguir luchando contra el mal. Una vez más habría que decirlo: parece como si a lo largo del tiempo, Jesús de Nazaret se haya ido encontrando con sus amigos.
Esteban López
Que grandeza de alma!
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