El triángulo púrpura que aparece a la izquierda corresponde a la identificación que llevaban cosida en sus ropas de presidiarios los llamados “bibelforscher” (escudriñadores de la Biblia) en los campos de concentración nazis. Aunque en comparación con otras iglesias su número no era entonces muy grande en Alemania, llamaron la atención por su firme determinación a no doblegarse a las exigencias del régimen de Hitler, negándose a efectuar el saludo nazi, a hacer el servicio militar o a participar en política. Por su firme postura, muchos sufrieron prisión, terribles torturas e incluso martirio. Entendían que su lealtad se la debían a Dios y a Cristo antes que a una ideología totalitaria seudoreligiosa como lo fue el nacionalsocialismo.
La siguiente porción corresponde al libro Pelando la cebollaPELANDO%20LA CEBOLLA
«>, (Editorial Alfaguara) del escritor y premio Nóbel alemán Günter Grass, donde a modo de autobiografía describe los primeros años de su vida confesando su paso por la Waffen-SS y afirmando con toda sinceridad: “Me dejé seducir por el nazismo sin hacer preguntas.” Recordando cómo era el ambiente mientras recibía instrucción en un campamento de las Juventudes Hitlerianas, Günter relata:
“Sin embargo, aunque aquí se hable repetidas veces de «nosotros», en esa mayoría formada y fácil de emparejar hay una excepción que se me aparece con más claridad como personaje que el afortunado pintor de paredes, sus aplicados brochazos y todo lo demás que ocurría bajo un cielo de nubosidad variable sobre la landa de Tuchel.
La excepción era un chico muy espigado, rubio como el trigo, de ojos azules y un perfil tan dolicocéfalo que sólo se encontraba, como ejemplo, en las láminas para enseñar la crianza de razas nórdicas. Barbilla, boca, nariz, frente, dibujados con un solo trazo, merecían la calificación de «pura raza». Un Sigfrido parecido a Baldur, dios de la Luz. Resplandecía más radiante que la luz del día. No tenía ninguna tacha, ni una verruga diminuta en el cuello, en la sien. No ceceaba, ni mucho menos tartamudeaba cuando tenía que responder a una orden. Nadie mostraba más resistencia en las carreras de fondo ni más valor al salvar fosas mohosas. Nadie era tan rápido cuando se trataba de superar en segundos una pared escarpada. Podía hacer sin flaquear cincuenta flexiones de rodillas. Batir récords en competiciones le hubiera sido fácil. Nada, ningún defecto enturbiaba su imagen. Sin embargo, él, cuyo nombre de pila y apellido se me han borrado, se convirtió para mí en una auténtica excepción, por su desobediencia.
“No quería aprender a manejar un arma. Más aún: se negaba a tocar siquiera su culata o su cañón. Peor todavía: si el mortalmente serio subteniente le ponía en la mano el fusil, lo dejaba caer. Él o sus dedos actuaban de una forma punible. ¿Había algún delito más grave que, distraídamente o mucho más con deliberación y desobedeciendo una orden, dejar caer al polvo del campo de instrucción el mosquetón, el fusil, la prometida novia del soldado? Con la pala, la verdadera herramienta de todos los miembros del Servicio de Trabajo, hacía todo lo que se le ordenaba. Conseguía presentar la hoja de su pala tan resplandeciente que ante su perfil nórdico parecía un escudo contra el sol. Se le podía mirar como digno de adoración y como modelo. El noticiario, dentro de lo que el Gran Reich Alemán seguía ofreciendo en los cines, lo hubiera podido proyectar en la pantalla como aparición sobrenatural.
“También en lo que se refiere a su trato con los compañeros, hubiera habido que darle las máximas calificaciones: el pastel de nuez que le enviaban de casa lo compartía de buena gana, estaba siempre dispuesto a ayudar. Era un chico de carácter amigablemente bondadoso, que hacía sin rechistar lo que se le pedía. Si se le rogaba, limpiaba, después de sus botas, las de sus compañeros de habitación, de una forma tan reglamentaria, que incluso para el más severo subteniente resultaba un placer verlas. Manejaba los trapos de limpieza y los cepillos, y sólo evitaba coger el fusil, el arma, el mosquetón 98, para el que, como todos, debía recibir instrucción premilitar.
“Le impusieron toda clase de servicios de castigo, tuvieron paciencia con él, pero no sirvió de nada. Incluso el vaciar las letrinas de la dotación con un cubo al final de una larga pértiga en la que pululaban gusanos, castigo que, en la jerga de las barracas, se llamaba «centrifugar miel», lo hacía a fondo durante horas y sin protestar, rodeado de moscas, sacando de la fosa la mierda que había debajo de la tabla de los truenos, llenando el cubo hasta el borde para transportarla, y sólo para, poco después, recién duchado, y formado para recoger el arma, volver a rehusarla:
veo caer el fusil y golpear contra el suelo como a cámara lenta.
Al principio le hacíamos preguntas, tratábamos de convencerlo, porque realmente nos caía bien aquel «bobalicón»:
—¡Cógelo! ¡Sostenlo sólo!
“Su respuesta se limitaba a algunas palabras, que pronto se convirtieron en cita que nos susurrábamos. Sin embargo, cuando, por su culpa, nos impusieron a todos servicio de castigo y, a pleno sol, nos hicieron sudar hasta desmayarnos, todo el mundo empezó a odiarlo.
“También yo intenté encolerizarme. Se esperaba que le apretáramos las tuercas. Lo que hicimos. Lo mismo que él sobre nosotros, ejercimos nuestra presión sobre él. En la habitación de su grupo, fue golpeado incluso por uno de los chicos a los que antes había limpiado impecablemente las botas: todos contra uno.
“A través de la pared de tablas que separaba una habitación de otra, oigo sus gemidos, porque se me han quedado grabados. Oigo restallar los cinturones de cuero. Alguien va contando en voz alta los golpes. Sin embargo, ni palizas ni amenazas, nada podía obligarlo a coger de una vez el arma. Cuando algunos chicos se mearon en su saco de paja y quisieron acusarlo así de mojar la cama, aceptó también la humillación y, en la primera oportunidad, volvió a decir su frase inalterada. No había forma de detener aquel proceso inaudito.
“Una mañana tras otra, en cuanto formábamos para la subida de bandera e, inmediatamente después, el subteniente del depósito de armas comenzaba, con inalterable seriedad solemne, a repartir los fusiles, él dejaba caer el que se le destinaba como si fuera la proverbial patata caliente. Enseguida, el incorregible rebelde estaba otra vez firmes, con las manos en la costura del pantalón y la mirada fija en lontananza.
“No puedo enumerar cuántas veces repitió la representación, que ahora irritaba incluso al mando, pero intento acordarme de las preguntas que le hicieron desde sus superiores hasta el subteniente, y con las que lo acosábamos nosotros.
—¿Por qué hace eso, hombre del Servicio de Trabajo?
—¿Por qué haces eso, idiota?
Su respuesta, que nunca variaba, se convirtió en frase acuñada y se me ha quedado para siempre como digna de ser citada:
—Nosotros no hacemos eso.
“Siempre hablaba en plural. Con voz ni baja ni alta, clara, de bastante alcance, decía para la mayoría lo que se negaba a hacer. Se hubiera podido imaginar que, si no un ejército, había tras él un batallón de hombres imaginarios, dispuestos en todo momento a pronunciar esa frase breve. Cuatro palabras se juntaban, convirtiéndose en una: Nosotrosnohacemoseso. Tampoco al ser interrogado se explicaba más, se aferraba al incierto «eso» y se negaba a designar claramente por su nombre el objeto, el fusil, que no quería tomar en sus manos.
“Su actitud nos cambiaba. De día en día se desmoronaba lo que antes parecía firme. En nuestro odio se mezclaba el asombro y, al final, una admiración disfrazada con preguntas: «¿Cómo aguanta ese idiota?», «¿Qué es lo que lo hace tan tozudo?», «¿Por qué no se da de baja por enfermo, pálido como está ya?».
Desistimos. Nada de azotes ya en el culo pajarero.
“Los más insubordinados de nosotros, unos chicos de Alsacia y Lorena que farfullaban en algo incomprensible para todos, se pegaban en las horas libres unos a otros como lapas y a la primera oportunidad —tras una marcha con equipo bajo lluvia persistente— se daban de baja por enfermos en un alto alemán extraño, susurraban en francés, lo que tenían prohibido, algo que podía querer decir «peculiar».
“El objetor estaba en alto, como sobre un estrado. Más aún: desde el punto de vista de nuestros superiores, parecía como si, bajo la presión de una negativa individual, toda la disciplina cediera. Se ordenó un servicio más duro, como si en adelante fueran culpables todos los de su quinta.
“Y, por fin, el arresto privó al disidente de su actuación mañanera. Para ello había una celda. «¡Al trullo!», fue la orden. Sin embargo, aunque desapareciera permanentemente de nuestra vista, como agujero siguió estando allí. A partir de entonces sólo reinaron el orden y la disciplina. Acto seguido acabó la pintura vespertina al aire libre. Se limpiaron los pinceles. Las pinturas murales que daron inacabadas. El temple se secó. Al perder mis privilegios ya como alguien autorizado a «no dar un palo al agua», me correspondió como entrenamiento una instrucción que se centraba en disparar con puntería, arrojar granadas de mano, atacar con la bayoneta calada y arrastrarse en campo abierto. Sólo a veces se hablaba del que seguía arrestado.
Alguien —¿fue un subteniente o uno de nosotros?— dijo:
«Seguro que pertenece a los testigos de Jehová». O bien dijeron: «Seguro que es un investigador de la Biblia». No obstante, el chico rubio y de ojos azules, de perfil de pura raza, nunca había invocado la Biblia, ni a Jehová o algún otro poder omnipotente, sino que sólo había dicho:
—Nosotrosnohacemoseso.
“Un día vaciaron su taquilla: objetos personales, entre los que había folletos piadosos. Luego él mismo desapareció, fue destacado, como se decía. No preguntamos adónde. Yo no pregunté. Sin embargo para todos resultaba claro: no lo habían licenciado por incapacidad manifiesta sino más bien, susurrábamos, «hacía tiempo que estaba maduro para el campo de concentración ». Algunos se hacían los graciosos, sin cosechar muchas carcajadas:
—¡Un chiflado así debe estar en un campo de «concertación»!
Alguien sabía:
—Es una secta que no hace esas cosas. Por eso están prohibidos los testigos de Jehová.
“Así hablábamos, aunque nadie sabía exactamente por qué estaban prohibidos, de qué daban testimonio ni qué otras cosas no hacían. Pero todos tenían claro que objetores de esa índole obstinada sólo podían tener una residencia: Stutthof. Y como todos conocían ese campo de oídas, lo veían —a aquel que en secreto sólo llamaban «Nosotrosnohacemoseso»— a buen recaudo en Stutthof:
—¡Allí le ajustarán las cuentas, seguro!
¿Se desarrolló todo de una forma natural?
¿Se derramó por él alguna lágrima contabilizable?
¿Recuperó todo su ritmo acostumbrado?
“¿Qué pudo pasarme por la cabeza o irritarme en cualquier caso cuando a él, por una parte, lo pusieron en cuarentena, como portador de una enfermedad contagiosa, es decir, desapareció, y por otra faltó tan llamativamente como si, en adelante, con un agujero al lado, tuviéramos que practicar la instrucción, hacer guardia, arrastrarnos en campo abierto, comer sopa de patata en la larga mesa, acurrucarnos en la tabla de los truenos, limpiar botas, dormir, tener sueños húmedos o recurrir rápidamente a la mano y adentrarnos olvidadizos en el verano que comenzaba? Que fue seco, ardiente, ventoso. Por todas partes se depositaba polvo de arena que cubría muchas cosas, también los pensamientos que hubieran podido molestarme.
“Sin embargo, más allá de toda intriga secundaria y en resumidas cuentas, me veo, si no alegre, al menos aliviado desde que el chico había desaparecido. Aquel asomo de duda en todo lo que creía firmemente se calmó. Y la calma chicha que reinaba en mi cabeza evitó sin duda que cualquier pensamiento se independizara. Sólo la apatía se había instalado en ella. Estaba contento y satisfecho conmigo mismo y sin hambre. Un autorretrato de aquellos tiempos me mostraría otra vez bien alimentado.
“Y después, mucho después, cuando, para mi novela corta El gato y el ratón, esbocé un personaje empinado y singular, Joachim Mahlke, monaguillo huérfano, estudiante de secundaria, buceador experto, condecorado con la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro y desertor, aquel objetor, que llamábamos “Nosotrosnohacemoseso”, pudo servirme de modelo, aunque Mahlke tenía que luchar con un bocado de Adán desmesurado y aquél parecía no tener defecto cuando, una y otra vez, dejaba caer su fusil, despacio, como a un ritmo premeditadamente lento para que se quedara grabado”.
Reflexión
La impronta dejada por aquel joven en Günter Grass invita sin duda a reflexiones sin fin. Grass reconoce que “se dejó seducir” por aquel régimen nefasto sin hacer preguntas, y que llegó a sentirse incluso tranquilizado y satisfecho cuando llegó a no tener que ver día a día un ejemplo contrario al suyo personificado en aquel joven “nosotrosnohacemoseso.” Pero su libro escrito a modo de confesión donde va deshojando uno a uno sus recuerdos como si fueran hojas de cebolla, muestra que aquello nunca se le había olvidado, reconociendo con remordimiento que la resistencia hubiera sido sin duda posible.
Ante semejante período terrible y oscuro de la historia, los “bibelforscher” demostraron un valor y una determinación que llamó la atención entonces y también lo hace ahora, sobre todo cuando parece que es tan difícil que alguien sufra o muera por causa o ideal alguno. Como en el caso de otras comunidades religiosas, los testigos de Jehová hacen referencia a sus mártires y aquel ejemplo de integridad suelen hacerlo suyo. Sin embargo, tristemente nos encontramos aquí con una contradicción que hiere profundamente el alma, y es cuán parecida es la intolerancia que sufrieron aquellos “bibelforscher” con el trato inhumano que los testigos mismos dan a sus propios disidentes cuando los condenan a la ignominia y cortan todo trato amistoso o familiar de por vida. Con ello lo que parece que se pretende es la absoluta muerte social y moral de la persona. No suelen caer sin embargo en la cuenta de que Jesús de Nazaret empleaba otra clase de métodos. Como escribió el profesor Manuel fraijó, catedrático de filosofía de la religión en la UNED:
“Sus métodos eran distintos. Él procedía por insinuaciones, por respetuosas invitaciones y apelaciones a lo más profundo del hombre. Nunca violentó conciencias ni impuso dogmáticamente sus propias convicciones. Es ocioso recordar que no impuso sanciones ni condenó a nadie al silencio. Alguna vez, sus discípulos le pidieron que hiciera bajar fuego del cielo para dar su merecido a los disidentes, pero Jesús rechazó ásperamente su propuesta. Y sus mejores seguidores hablaron siempre con parresía, es decir, con una libertad que afrontaba el riesgo. Es la libertad que mueve a los que confían en que la verdad es noble y se abre paso por sí misma». –Fragmentos de Esperanza, pág. 355.
Como en el caso de otras muchas personas de integridad que dieron su vida por lo que sinceramente creían, la gesta de aquellos “bibelforscher” queda para la historia como patrimonio moral de la humanidad ejemplificando la dignidad del ser humano y su derecho inalienable a defender sus propias creencias. Pone de relieve el contraste que puede haber entre conciencia e imposición totalitaria; su ejemplo épico debería ser una llamada de atención para la reflexión profunda para que nadie se atreva a repetir la historia mostrando vil intolerancia y extremo rechazo a quienes no piensan igual.
Esteban López
- Pelando la cebolla, Alfaguara, 2007