Desde un punto de vista antropológico, la religión siempre ha formado parte integral del ser humano. De ahí la multitud de manifestaciones religiosas que existen en el mundo.
Un poderoso ejemplo de devoción a Dios es el caso del pueblo judío, o el pueblo de Israel, el cual a lo largo de los siglos ha sabido mantener su propia identidad religiosa particular, y sobre todo a pesar de las intensas campañas de desprestigio, deshonra y persecuciones a las que por método se vio sometido, incluso por parte de autores «cristianos», tanto del catolicismo como del protestantismo, quienes habían olvidado trágicamente que hasta Jesús de Nazaret había sido judío de nacimiento.
Por ejemplo, en su libro Historia del Pueblo Judío (Omega, Barcelona 1984), Werner Keller escribe:
«Juan Crisóstomo sembró la enemistad entre los ciudadanos judíos. No obstante, en amplios círculos de la población la relación con ellos continuó siendo pacífica durante largo tiempo. Pero sus prédicas, que se conservaron escritas, ejercieron su influencia hasta mucho más adelante; fueron recogidas por los escritos de los «Padres de la Iglesia» y se encuentran aún hoy en los seminarios conciliares y teológicos.
«¿Fue acaso una excepción San Agustín, la cabeza más importante entre los Doctores de la Iglesia? … también él escribió un tratado polémico contra los judíos: «Tractatus adversus juadeus». Dice en este tratado: «Los judíos, en su degradación, son testimonio de su error y de nuestra verdad». En su obra «De civitate Dei«, «La ciudad de Dios», sitúa al pueblo judío fuera de la sociedad cristiana.
«El historiador judío Heinrich Graetz no estaba equivocado cuando escribió en el siglo pasado: «Esta profesión de fe implicando a los judíos no fue solo un punto de vista de un escritor sino que se convirtió en todo un oráculo para toda la cristiandad, que asimilaba los escritos de los Padres de la Iglesia venerados como santos considerándolos como revelación. Esta profesión de fe ha armado más tarde a los reyes y a la plebe, a los hombres de Estado y a los monjes, cruzados y eclesiásticos contra los judíos y les ha inducido a inventar instrumentos de tormento y a encender las hogueras». (Págs 126, 127).
La propaganda insana constante y pertinaz contra el pueblo judío persistió durante los siglos posteriores, llevándose a cabo una y otra vez, proscripciones, confiscación de bienes, expulsión de sus hogares, persecuciones e infinidad de martirio. Por ejemplo, en 1492 unos 100.000 judíos fueron expulsados de España, huyendo en diferentes oleadas a varios países, dramático episodio histórico que ha intentado enmendar la reciente Ley que abre de nuevo las puertas a los descendientes de aquellos judíos sefardíes. Y por si fuera poco el resultado final como trágico colofón a tantos siglos de ignominioso descrédito: el Holocausto (Shoah) judío perpetrado por el régimen nazi, uno de los más crueles dramas de la historia de la humanidad.
Juzgar y rechazar hoy día al entero pueblo judío por las malas acciones del actual estado de Israel es un simple error, porque la enemistad entre los israelíes actuales y el pueblo de Palestina es un problema político que deberían solucionar entre ellos y quizá con la ayuda de las Naciones Unidas. Pero rechazar su historia, su tradición y su cultura por método, como simple prejuicio, es privarse de entender el origen y las mismas raíces del cristianismo. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que según las Escrituras, «la salvación vendría a través de Israel«, pueblo al que perteneció el propio Jesucristo. Como escribe Jürgen Habermas (1929) comentando la obra del teólogo Johann Batist Metz (1928):
«Un cristianismo helenizado se ha dejado distanciar tanto de su propio origen en el espíritu de Israel, que la teología se ha vuelto insensible frente al grito del sufrimiento y frente a la exigencia de justicia universal… Metz no se cansa de reclamar para el cristianismo la herencia de Israel. ‘Jesús no fue cristiano, sino judío’. Con esta provocativa fórmula no sólo se opone al antisemitismo cristiano, ni tan solo le pide cuentas a la ‘ecclesia triumphans’ por su actitud victoriosa tan profundamente cuestionable, frente a una sinagoga cegada y humillada; con ello planta cara, sobre todo, a la apatía de una teología que parece que no se ve afectada por Auschwitz».
– Jürgen Habermas, «Fragmentos filosófico-teológicos», págs. 90-91, Trotta, 1999.
Esta es una reproducción del Arca del Pacto, celebrado entre Dios e Israel en el Monte Sinaí. Dentro se conservaban las Tablas de la Ley dadas a Moisés, un recipiente de oro con maná que nunca se corrompía y la vara de Aarón que echó botones. No era un amuleto, sino el símbolo de la presencia de Dios. Se ignora cuándo exactamente desapareció, pero se cree que fue en la primera destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor en el 586 a. C.
Comentando sobre una de las principales aportaciones de Israel a la causa cristiana, el teólogo católico Hans Küng escribe:
“Ante todo, hay que admitir que la fe en el Dios uno es incompatible con la creencia en varios dioses. El judaísmo ha rechazado siempre de forma radical la posibilidad de otro dios al Dios uno… Pero también en nuestro tiempo, bastante politeísta, significa esa creencia… el rechazo radical de los muchos ídolos adorados hoy por los hombres… En ese contexto, tanto da que el hombre adore como dios al dinero, al sexo, el poder y la ciencia, la nación, la Iglesia, la Sinagoga, el partido, al Führer o al papa. La creencia de Israel en un solo Dios está en contradicción con toda pseudo religión que absolutice algo que es relativo. Esa fe derriba a todos los dioses falsos».
– Hans Küng, “El judaísmo, pasado, presente y futuro“, 48, Trotta 1993.
Según indican las Escrituras, Israel fue desleal en observar la ley de Dios, hasta el extremo de despreciar la justicia y el amor al prójimo (Oseas 6:6). La misma ley de Moisés y los profetas indicaban que si eso ocurría perderían su tierra y se les deportaría. Y eso fue lo que realmente ocurrió en el 586 a. C, cuando el rey Nabucodonosor (1125 a. C. – 1103 a. C.) de Babilonia arrasó la ciudad entera de Jerusalén destruyendo el templo edificado por Salomón, matando a miles de israelitas y deportando a otros miles de ellos a Babilonia. Era la primera vez que Israel y su capital Jerusalén eran destruidas completamente por una potencia extranjera.
El 9 de marzo de 1842, el músico italiano Giuseppe Verdi (1813 – 1901) compuso la tragedia lírica «Nabbuco» basada en el destierro judío en Babilonia en el año 586 a.C. después de la destrucción de Jerusalén por el rey Nabucodonosor. Los cantos de esos coros de Verdi representan el lamento de los israelitas desterrados en Babilonia mientras añoraban hasta lo más profundo de su alma su tierra, Israel. Tendrían que pasar todavía setenta años hasta que de nuevo algunos de ellos la volvieran a ver.
La segunda destrucción de Jerusalén en el año 70 E.C. a manos del general romano Tito, significó el fin de Israel en su tierra natal y su diáspora a todas las naciones.
El film musical »El violinista en el tejado«(1971), de Norman Jewison, tiene la virtud de aproximarnos al sentir de todo un pueblo. Tiene sentido del humor, una música preciosa y excelsa, así como canciones y escenas que cautivan plenamente los sentidos. Pero tiene también algunas reflexiones profundas. Por ejemplo, el sufrimiento del pueblo judío durante la Rusia de los zares y los llamados Progroms contra ellos, donde se les expulsaba de sus tierras y sus hogares solo por motivos raciales. Por eso, en un momento del film, uno de los protagonistas, después de mucho sufrimiento, dice: «¿No sería éste un buen momento para que viniera el Mesías?» Y es que un amplio sector del pueblo judío todavía lo espera.
Magnífico film, absolutamente recomendado. La historia de un pueblo que se ha mantenido incólume en su fe.
Shalóm Israel.
Esteban López
inolvidable icono del cine musical
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