El accidente provocado del avión que cubría la ruta entre Barcelona y Dusseldorf, el martes 24 de marzo de 2015, con el resultado de 150 fallecidos, causó verdadero estupor y consternación en la opinión pública mundial, y todavía más cuando se fueron conociendo los detalles de lo que realmente sucedió y se pudo imaginar muy bien el terror que tuvieron que sentir todas y cada una de las personas que viajaban en él. Y es que, como suele ocurrir en estos casos, no se trata de un frío número, de simple estadística, sino de personas, de seres humanos con sus vidas, sus anhelos e ilusiones súbitamente arrancados, como les ha ocurrido otras veces a tantas personas inocentes, y sin la menor contemplación.
Terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, tsunamis, accidentes de avión, de tren, de automóvil, guerras, atentados terroristas, hambres, pestes, enfermedades, etc, son realidades que nos recuerdan una y otra vez que todos vivimos en un ‘campo de minas’ y que en realidad la vida es la excepción.
Buscamos seguridad porque amamos la vida, esa existencia en realidad tan breve en la que intentamos realizarnos como personas y en la que buscamos felicidad. Pero a veces la tragedia azota y ningún seguro de vida, por caro que sea, puede evitar lo peor. Recuerda la erupción del volcán Vesubio en Pompeya (79 EC), donde los arqueólogos encontraron a algunas personas que enterradas en la lava cuando intentaban huir, todavía permanecían aferradas a sus joyas.
Cuando la tragedia azota no sirve decir ahora «pero la vida sigue«, porque en verdad y bien pensado no sigue como siempre; y es que sin ellos, sin los que se han ido, nada sigue igual. Y si no que se lo pregunten a sus seres queridos que tanto los echarán de menos, que hasta en sueños los verán y los recordarán todos y cada uno de los días de sus vidas. No, para ellos la vida no seguirá igual.
Cuando la tragedia azota la pregunta que surge es, ¿y ahora qué? ¿de verdad que todos ellos se han ido para siempre y que sus seres queridos no los verán más? Cuando se hace esa pregunta tanto la ciencia como la filosofía intentan dar sus respuestas; también los psicólogos cuando se esfuerzan a asistir a quienes han sobrevivido. En todo caso, la filosofía, recordando quizá a Albert Camus, puede que haga alusión al tremendo absurdo de esta existencia aunque se intente vivir con dignidad, pero también sin contemplar la menor luz ni el menor resquicio de esperanza. Sin embargo, es ahí donde radica la gran diferencia, precisamente en eso, en la esperanza, algo que solo ofrece la religión y que por método, tantas personas rechazan. Pero no deja de sorprender en el fondo que así sea, que lo único que ofrece sentido y esperanza ni siquiera se aprecie.
No obstante, no debería descartarse tan rápido esa clase de esperanza. Como lo expresa tan bien el profesor Manuel Fraijó:
“Sobre esta cuestión, el materialismo y la razón se declaran incompetentes. La religión en cambio, no olvida el pasado. Frente a la razón científica del materialismo se alza la razón anamnética de la religión. La dignidad de la religión tiene que ver con su cultura del recuerdo. La religión salva así al pasado de un olvido seguro. La teología deja abierto lo que la ciencia declara cerrado. Al venir de muy lejos, la religión ha acumulado mucha historia y se niega a relegarla al olvido. La tradición bíblica no archiva las causas de las víctimas de la injusticia. Sabe que ahí hay derechos pendientes y mantiene abiertos sus expedientes”.
“La tradición religiosa ofrece una respuesta serena a ese dilema. Encomienda las víctimas del pasado al Dios del futuro, al Dios que resucita a los muertos. Desde esa confianza en la instauración de una armonía final, el hombre religioso puede, si no ser feliz -cosa a todas luces desmesurada-, al menos alcanzar una paz de fondo.” – Manuel Fraijó, A Vueltas con la Religión, Verbo Divino, 1998.
Es como dice Blaise Pascal, «el corazón sabe de cosas que la mente ignora». Y es que, bien pensado y bien sentido, un mínimo sentido de justicia clama al cielo y reclama que todos ellos, todos los que se han ido injustamente merecen otra oportunidad. Hace recordar aquellas palabras de Pablo de Tarso cuando dijo: «Si de verdad no hay resurrección, comamos y bebamos porque mañana hemos de morir.» O aquellas otras que Jesús de Nazaret dirigió a una mujer que lloraba desconsoladamente por la muerte de su hermano: «¿Por qué lloras? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos».
A la memoria de todas las víctimas inocentes de la historia.
Esteban López
Excelente nota, muchas gracias!
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