Jesús de Nazaret prometió que estaría con todos sus discípulos hasta el fin del mundo y que pondría a su disposición el Espíritu Santo de Dios para sostenerlos y guiarlos. Sin embargo, a veces ese mismo Espíritu ha tenido que hacer esfuerzos ingentes para que la luz del Evangelio se abriera paso a través de la comunidad de creyentes para hacerla más humana, más creíble y que pudiera así reflejar mejor el espíritu del Nazareno. Para ello se tiene la sensación de que en ocasiones ha usado a hombres o a mujeres adelantados para su tiempo y de una fe radical, capaces de impulsar ese espíritu con mayor discernimiento. Ese parece que fue el caso de un hombre de profunda fe que sufrió lo indecible por ser más fiel al Evangelio. Se llamaba Yves Congar.
Yves Congar (1904-1995) nació en Sedán, Francia. Estudió en el Instituto Católico de París y en la Facultad de Teología de Saulchoir, Bélgica, del que fue profesor desde el año 1932. Había sido ordenado sacerdote en 1930. Su tesis de lectorado en teología versará sobre La unidad de la Iglesia. Con el tiempo llega a ser teólogo consultor experto en el Concilio Vaticano II y uno de los más fervientes luchadores por la unidad de los cristianos. Pero hasta entonces su trayectoria fue harto difícil y bien sembrada de espinos.
Congar había pasado cinco años (1940-1945) prisionero en un campo de concentración nazi y, por su firme oposición al nazismo, el trato recibido fue más duro que el que recibieron otros. Fue durante esos años que profundiza en la obra de Tomás de Aquino con la intención de actualizarla para el hombre moderno. Ello le lleva a que su percepción del cristianismo acabara fraguando en los rasgos básicos de su obra: compromiso con el mundo obrero, mayor consideración al laicado, la unidad de los cristianos y reforma de las estructuras clericales.
El 20 de diciembre de 1949, la entonces autoridad del Santo Oficio publica la instrucción Ecclesia catholica, en el que se posiciona contra el movimiento ecuménico y la participación de la iglesia católica en el Consejo Mundial de Iglesias creado en Ámsterdam un año antes.
Por entonces, la oficialidad de la Iglesia mantiene la idea de una sociedad perfecta y jerárquica donde las cuestiones y problemas siempre se solucionan por autoridad, desde arriba hacia abajo. Congar sin embargo, ve a la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, donde los fieles son responsables de su fe ante Dios y en diálogo los unos con los otros. Para ello se funda en la tradición más antigua de la Iglesia a la que entiende como una fraternidad en la que todos (ministros y laicos) comparten el mismo espíritu de Cristo y poseen el mismo sacerdocio para servir a todos los hombres y mujeres en la tierra. Congar ve a los laicos como interlocutores válidos dentro de la Iglesia, no sólo para escuchar lo que el clero dice sino para ser también partícipes de la Palabra y decirla. También cree en la importancia del diálogo ecuménico entre cristianos de distintas iglesias. La verdad no es posesión sólo de una iglesia (‘fuera de la Iglesia no hay salvación‘) sino que hay que buscarla en diálogo sincero y abierto los unos con los otros en una teología abierta a la libertad y a la comunión de todos los cristianos en el mundo. Por ejemplo, para él las Iglesias de Oriente y Occidente son distintas pero no contradictorias, vislumbrando con ello la posibilidad de una reunificación futura.
Entre la publicación de Cristianos desunidos en 1937, año en que comienza a dirigir la colección Unam Sanctam, y la de Verdadera y falsa Reforma en la Iglesia (1950), el teólogo dominico se convierte en Francia, junto con M.-D. Chenu, J. Daniélou y Henri de Lubac, «en la encarnación […] de una ‘nueva teología‘ que busca «volver a las fuentes del cristianismo y al diálogo con las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo«. Sin embargo, todo aquello era demasiado ‘adelantado‘ para su tiempo, de modo que por sólo pensar así, Congar es marginado y desterrado; no puede pronunciar conferencias públicas, tener encuentros con otros grupos de creyentes, ni publicar libros sin permiso de sus superiores.
Congar mantenía un diario que sólo se publicó después de su muerte, en donde iba registrando los principales acontecimientos de la vida de la Iglesia en los que, como protagonista y cualificado espectador, tomaba parte. En él registra las medidas de silenciamiento impuestas por el entonces Tribunal del Santo Oficio (ahora Congregación para la Doctrina de la Fe). Él pertenece a la Orden de los Dominicos, y sus superiores le exigen que acepte el castigo y que guarde silencio, algo que él observa de modo ejemplar, aunque más tarde afirmara que aquello no fue suficientemente valiente ni cristiano de su parte por no oponerse lo suficiente a la autoridad.
Por su solidaridad con los obreros, la Curia romana fuerza ahora que Congar sea expulsado de su cátedra, junto con otros profesores, del Centro Teológico de Le Saulchoir. Comienza así un exilio físico e interior que le lleva a lugares como Jerusalén (1954-1955) donde conoce mejor a judíos, musulmanes y cristianos palestinos; estudia en la École Biblique y publica uno de sus libros más bellos dedicado a la historia, sentido y actualidad del templo de Jerusalén (El Misterio del Templo, Barcelona, 1958). Pasa también un tiempo en Roma donde fue interrogado por el Tribunal del Santo Oficio, al que en su diario compara con los interrogatorios de algunos escribas del tiempo de Jesús o a los utilizados por los mismos nazis según él mismo recuerda de sus estancia en los campos de concentración. Pasa también un tiempo en Cambridge, desde donde escribe cartas a su familia que revelan el profundo dolor de su corazón por el destierro y el trato recibido entonces, una herida que según él queda para siempre, mucho más que la recibida por estar en los campos de concentración. Y aunque después puede volver más cerca, a Estrasburgo, reconoce que ha perdido lo más hondo de la vida, su ingenua confianza en su Iglesia como institución.
Un cambio drástico
Toda aquella prueba severa para su fe, sólo sirve para afianzar más su perspectiva del cristianismo. Y sin que casi nadie se lo espere, Juan XXIII lo reabilita y lo nombra ahora consultor de la Comisión Teológica Preparatoria del Concilio Vaticano II (1962-1965) participando incluso en él como experto, junto a otros teólogos ‘avanzados’ como Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, o Hans Küng. Congar escribe poco después un interesante informe con su testimonio personal acerca del Concilio en Mon Journal du Concile, 1960-1966, París 2002. Sus libros e intuiciones se convierten ahora en punto de referencia y de obligada consulta en las reformas posteriores de la Iglesia católica. A partir de entonces se reconoce a Yves Congar como uno de los teólogos más significativos del siglo XX. Algunas de sus obras son, Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia, Principios para un ecumenismo católico, Jalones para una teología del laicado, La Iglesia desde San Agustín hasta la época moderna, Situaciones y tareas pendientes de la teología y Diario de un teólogo (1946-1956). Su libro Sobre el Espíritu Santo escrito en 1982 (Salamanca, 2003), se convierte en su testamento espiritual donde escribe con libertad pero sin resentimiento, y en el que en lugar de centrarse en polémicas confesionales o críticas a la institución eclesiástica, se centra en la esperanza, la humanidad y la iglesia a la luz del Espíritu Santo. Una vez más se muestra que, ‘las heterodoxias de hoy suelen convertirse con el tiempo en las ortodoxias del mañana‘.
En 1968 Congar comienza a sufrir una dolencia neurológica que le va incapacitando poco a poco físicamente, aunque sigue activo intelectualmente. Se retira al monasterio de Saint-Jacques de París y después al Hopital Militaire des Invalides de París. Juan Pablo II lo nombra cardenal cuando tiene ya noventa años de edad. Le había llegado el reconocimiento humano muy tarde, pero su trayectoria de vida y de amor por la verdad sólo habían mostrado que había servido al que más le importaba, al originador del cristianismo y su Pastor Principal, Cristo Jesús. Muere sólo un año más tarde de ser nombrado cardenal. Como él mismo escribiría en 1961: «He consagrado mi vida al servicio de la verdad. La he amado y la amo todavía como se puede amar a una persona«.
Diario de un teólogo
Los documentos reunidos en su libro Diario de un teólogo son testimonio de una escritura privada, pues no fueron redactados para ser publicados. Se trata de anotaciones a vuelapluma, tomadas en los raros intersticios de un trabajo abrumador. Como escribe el propio Congar:
«Nunca he tenido tiempo de revisar todo esto. Si un día alguien quiere hacer la historia de todas las cosas en las que ha estado implicada mi pobre persona, encontrará y podrá utilizar todo esto».
Diario de un tiempo de duras pruebas, su libro representa un testimonio excepcional de las relaciones entre la indagación teológica y el magisterio romano en las postrimerías del pontificado de Pío XII. La cuidada edición de estas anotaciones constituye así una crónica viva y documentada de la historia intelectual del catolicismo tras la segunda guerra mundial.
Su visión de una iglesia más cercana al espíritu de Jesús de Nazaret, le impele a expresarse con una sinceridad dolorosa, es verdad, pero que él consideraba absolutamente necesaria. En su diario escribió:
«Los obispos están absolutamente encorvados en la pasividad y el servilismo; tienen hacia Roma una verdadera veneración filial, incluso infantil. Para ellos, eso es la ‘iglesia’… concretamente Roma, el papa, el sistema todo de las congregaciones, que parece como si fueran la iglesia que Jesús construyó sobre la piedra. Y el ‘Santo Oficio.’ El ‘Santo Oficio’ (ahora Congregación para la Doctrina de la Fe) dirige de forma concreta la Iglesia y doblega a todos con el miedo y sus intervenciones. Es esta Gestapo suprema, inflexible, cuyas decisiones no se discuten… La base del debate, pues, está en una nueva concepción de Iglesia que se nos quiere imponer y cuyo fundamento consiste, en primer lugar, en reducirlo todo a obediencia y a una relación de autoridad-súbditos; y en segundo lugar, en un nuevo concepto de obediencia, de ‘estilo superjesuístico».
–Yves Congar, Diario de un teólogo, 1954.
Esteban López
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