Albert Einstein publicó su Teoría de la Relatividad General en el año 1915 y con ésta su conocida ecuación E=mc2 . Ésta expresa la equivalencia entre masa física y energía, es decir, que masa y energía son distintas manifestaciones de lo mismo y, por eso, son convertibles entre sí. Esa fórmula establece por tanto una relación de proporcionalidad directa entre la energía E y la masa m, lo que se demuestra por ejemplo en la energía que se libera cuando se desintegra cierta cantidad de masa en una explosión nuclear. De modo que todo el universo material existente es pura energía y es esa energía misma la que lo mantiene.
Cuanto más se adentraba Einstein en el estudio de la física, mayor grado de reverencia sentía. Como escribe Antonio Fernández Rañada, en su libro «Los científicos y Dios« (Trotta 2008, pp. 155, 254),
“Rudolf Otto acuñó la palabra “numinoso” (del latín, numen, divinidad) para referirse a todo lo que es misterioso, inaprensible, escondido, lo que es absolutamente otro. Lo numinoso produce reverencia, fascinación, asombro o la sensación de pequeñez y humildad ante el mundo, tan clara en muchos creyentes. Científicos importantes como Einstein o Plank, tenían un profundo sentido de lo numinoso. Ello muestra que el pensamiento científico y la fe religiosa no se contradicen; por el contrario, son dos maneras distintas de acercarse a la realidad que atrae irresistiblemente al hombre pero que sobrepasa su capacidad de entender”.
En las Escrituras se identifica a toda esa energía poderosa y sorprendente como el Espíritu Santo de Dios. En el libro del Génesis (1:2) ya se le muestra como el poder de Dios, como la causa de toda la creación existente: «el espíritu (heb. ruah: ‘aliento’) de Dios se movía sobre la faz de las aguas». Era actividad divina, la intervención de Dios sobre todo el caos existente después de la expresión del Génesis (1:1), «En el principio creó Dios los cielos y la tierra«. Toda esa acción creativa de parte de Dios por medio de su aliento o fuerza de vida culmina en la creación del ser humano, a quien le insufla espíritu de vida, poder o energía, convirtiéndolo así en un alma viviente. Como se expresa en el libro de Job, «El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida» (Job 33:4). De igual modo, esa vida dada por Dios, ese espíritu de vida, vuelve a Dios en el momento en que el hombre muere,
«Tu cuerpo vino de la tierra, y cuando mueras, regresará a la tierra. Pero tu espíritu vino de Dios y cuando mueras, regresará a Dios» (Eclesiastés 12:7, PDT).
A ese poder también se le llama en las Escrituras «el dedo de Dios«. Por ejemplo cuando se dice que Dios escribió su ley en las Tablas de Moisés. Era también la fuerza que recibían los reyes ungidos de Israel, lo que daba sabiduría; era lo que podía curar toda clase de dolencias o lo que hacía profetizar. Los llamados milagros no eran más que la manifestación de ese magnífico poder de Dios. En cierta ocasión, por ejemplo, una mujer se curó de cierta dolencia solo por tocar el fleco de la vestidura de Jesús. Pero él lo notó porque dijo, «sentí que espíritu (poder) salió de mí«. El precioso pasaje es este:
«Había entre la gente una mujer que hacía doce años que padecía de hemorragias. Había sufrido mucho a manos de varios médicos, y se había gastado todo lo que tenía sin que le hubiera servido de nada, pues en vez de mejorar, iba de mal en peor. Cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto. Pensaba: «Si logro tocar siquiera su ropa, quedaré sana». Al instante cesó su hemorragia, y se dio cuenta de que su cuerpo había quedado libre de esa aflicción.
Al momento también Jesús se dio cuenta de que de él había salido poder, así que se volvió hacia la gente y preguntó:
—¿Quién me ha tocado la ropa?
—Ves que te apretuja la gente —le contestaron sus discípulos—, y aun así preguntas: “¿Quién me ha tocado?”
Pero Jesús seguía mirando a su alrededor para ver quién lo había hecho. La mujer, sabiendo lo que le había sucedido, se acercó temblando de miedo y, arrojándose a sus pies, le confesó toda la verdad.
—¡Hija, tu fe te ha sanado! —le dijo Jesús—. Vete en paz y queda sana de tu aflicción«.- Marcos 5:24-34, NVI.
Lo que llama la atención de este pasaje es la relación que existe entre la fe y la respuesta positiva del poder del Espíritu Santo de Dios, la fuerza tras todo lo que ha sido creado, capaz de curar toda dolencia e incluso resucitar a los muertos.
Fue la fuerza activa de Dios la que transfirió la vida de su Hijo al vientre de la joven judía María para que pudiese llevarse a cabo su magnífico plan de salvación para toda la humanidad. Y fue su Espíritu también el que lo ungió al bautizarse en el río Jordán para su servicio tan especial, tal y como se había profetizado a través del profeta Isaías,
«Jesús regresó a Galilea en el poder del Espíritu, y se extendió su fama por toda aquella región. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo admiraban. Fue a Nazaret, donde se había criado, y un sábado entró en la sinagoga, como era su costumbre. Se levantó para hacer l
a lectura, y le entregaron el libro del profeta Isaías. Al desenrollarlo, encontró el lugar donde está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor.» Luego enrolló el libro, se lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga lo miraban detenidamente, y él comenzó a hablarles: «Hoy se cumple esta Escritura en presencia de ustedes«. – Lucas 4:14-20, NVI.
Fue también esa fuerza, poder o Espíritu de Dios lo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos a una vida nueva y glorificada, el mismo que hizo que Lázaro resucitara a pesar de llevar cuatro días muerto, y el mismo que en el Pentecostés llenó de valentía e intrepidez a ciento veinte discípulos para que predicaran a Cristo hasta los confines de la tierra.
El fruto del Espíritu de Dios
Todo lo que proviene de parte del Espíritu de Dios es bueno, positivo y perfecto,
«En cambio, el Espíritu produce amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No existe ninguna ley en contra de esas cosas» (Gálatas 5:22, 23, PDT). Jesús de Nazaret animó a pedir ese Espíritu en oración al Padre porque a algo así, dice, no se puede negar a nadie (Lucas 11). También fue ese mismo Espíritu el que guió en buena medida a los hombres que colaboraron en la escritura de la Biblia.
Sobre quienes buscan y consiguen la guía de ese magnífico Espíritu de Dios, Pablo de Tarso escribe,
«Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: «¡ Abba! ¡Padre!» El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria. De hecho, considero que en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en nosotros«. – Rom. 8:14-18, NVI.
Sobre el Espíritu de Dios, el teólogo católico Hans Küng escribe,
“Lo mejor es partir también aquí de la tradición judía. Según la Biblia hebrea y también el Nuevo testamento, Dios es un espíritu, femenino en hebreo: la ruah, que originariamente significa aliento, soplo, viento. Palpable, pero no palpable; invisible, pero poderoso. Importante para la vida como el aire que respiramos; cargado de energía como el viento, la tempestad. Eso es el Espíritu. Se quiere dar a entender con ello nada menos que la fuerza y el poder vivientes que proceden de Dios, que obran de manera invisible tanto en el individuo como en el pueblo de Dios, en la Iglesia como en el mundo en general. Es santo ese Espíritu en cuanto que se diferencia del espíritu no santo del hombre y de su mundo: como espíritu de Dios. Él es -así lo dice el credo de los cristianos- la fuerza motriz (dynamis, no ley) en la cristiandad.
Pero hay que cuidarse de malentendidos: si nos atenemos al Nuevo Testamento, el Espíritu Santo no es -como sucede a veces en la historia de las religiones- un Tercero, distinto de Dios, entre Dios y el hombre, un fluido mágico, substancial, misterioso-sobrenatural de naturaleza dinámica (un “Algo” espiritual), ni un ser mágico de tipo animista (algún ser fantasmal o fantasma). Mas bien, el Espíritu Santo no es otro que Dios mismo. Dios mismo en cuanto que está cerca del hombre y del mundo y actúa en el interior como poder conmovedor, pero no sensible, como la fuerza creadora de vida, pero también juzgadora, como la gracia donante, pero no disponible. Por consiguiente como Espíritu de Dios el Espíritu es tan poco separable de Dios como el rayo solar del sol. Si se pregunta, pues, cómo el Dios invisible, impalpable, incomprensible, está cerca, presente, del hombre creyente, entonces la respuesta del Nuevo Testamento es unánime: Dios está cerca de nosotros los hombres en el Espíritu; presente en el Espíritu, a través del Espíritu, como Espíritu. – Hans Küng, El Cristianismo, Esencia e Historia, Trotta, 1997, pág. 57.
Por tanto todo lo que existe, desde el microcosmos hasta los confines del universo, toda la creación entera ha sido obra de Dios, quien a través de su Espíritu Santo la permite y la sigue manteniendo. Toda vida existente depende de Él porque es la fuente de toda vida y de toda energía. No es extraño que sabios y científicos de todos los tiempos hayan sentido profunda reverencia y asombro por semejante poder. Por eso se dice también en la Escritura,
«Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa» (Rom. 1:20, NVI.), y «Toda alma que respira, alabe a Dios» (Salmos 150).
Esteban López